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    El teléfono viene sonando hace unos minutos. Es el mismo número que me llama una y otra vez. Dejé de contar la cantidad de llamadas cuando pasaron a ser dos cifras.

    Estoy sentada en el suelo de mi habitación. Todo parece más grande visto desde acá. Me siento una nena a la que le pesan las desgracias más ínfimas. Sin embargo, ya no soy esa nena, y lo que me pesa es una muerte. Sé que prometí no decir nada sobre esto, pero llevo callando tanto tiempo que algo dentro de mí comenzó a pudrirse con el secreto.

    Hace muchos años tuve que encerrar a la adolescente casi adulta que fui para que no hablara nunca más de lo que había visto, me gustaría decir que no recuerdo cuántos años pasaron, pero la realidad es que llevo la cuenta de la cantidad de tiempo que transcurre. Exactamente nueve años. Cada yule, año nuevo, cada cumpleaños era un motivo para recordar que el tiempo seguía sumándose sobre el suceso, pero no como una capa más de polvo sobre el recuerdo, sino como un recordatorio de que aquello había pasado, una confirmación. Esta memoria fue creada para ser rememorada todos los días, para clavarme en el pecho el hecho de que existió y que no se puede borrar.

    Me canso de escuchar el sonido de mi celular y atiendo la llamada sin ser consciente de que es el mismo número que me dije que iba a dejar que me llamara hasta que se cansara de que no le atendiera. No quiero hablar con nadie. Pero escucho la voz del hombre y no puedo cortar desde que me llamó por mi nombre y apellido. Aprieto más fuerte los dedos que rodean al celular cuando nombra a mi hermana. Sólo unas palabras sobreviven en mi memoria cuando la llamada termina. Entonces sé que hubo una muerte y que la protagonista fue una de las personas con las que hace nueve años exactos dejé de hablar pensando que sería para siempre.

    Al principio sólo hay lugar para la ira, el dolor no tiene cabida en este hueco que se me hace en el pecho.

    Lo que no dijimos - Lucía Goyarán

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    El teléfono viene sonando hace unos minutos. Es el mismo número que me llama una y otra vez. Dejé de contar la cantidad de llamadas cuando pasaron a ser dos cifras.

    Estoy sentada en el suelo de mi habitación. Todo parece más grande visto desde acá. Me siento una nena a la que le pesan las desgracias más ínfimas. Sin embargo, ya no soy esa nena, y lo que me pesa es una muerte. Sé que prometí no decir nada sobre esto, pero llevo callando tanto tiempo que algo dentro de mí comenzó a pudrirse con el secreto.

    Hace muchos años tuve que encerrar a la adolescente casi adulta que fui para que no hablara nunca más de lo que había visto, me gustaría decir que no recuerdo cuántos años pasaron, pero la realidad es que llevo la cuenta de la cantidad de tiempo que transcurre. Exactamente nueve años. Cada yule, año nuevo, cada cumpleaños era un motivo para recordar que el tiempo seguía sumándose sobre el suceso, pero no como una capa más de polvo sobre el recuerdo, sino como un recordatorio de que aquello había pasado, una confirmación. Esta memoria fue creada para ser rememorada todos los días, para clavarme en el pecho el hecho de que existió y que no se puede borrar.

    Me canso de escuchar el sonido de mi celular y atiendo la llamada sin ser consciente de que es el mismo número que me dije que iba a dejar que me llamara hasta que se cansara de que no le atendiera. No quiero hablar con nadie. Pero escucho la voz del hombre y no puedo cortar desde que me llamó por mi nombre y apellido. Aprieto más fuerte los dedos que rodean al celular cuando nombra a mi hermana. Sólo unas palabras sobreviven en mi memoria cuando la llamada termina. Entonces sé que hubo una muerte y que la protagonista fue una de las personas con las que hace nueve años exactos dejé de hablar pensando que sería para siempre.

    Al principio sólo hay lugar para la ira, el dolor no tiene cabida en este hueco que se me hace en el pecho.

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